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Diario YA


 

REFLEXIÓN SOBRE EL VOTO CATÓLICO ANTE LAS ELECCIONES

PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO
Una vez más nos encontramos a las puertas de unos comicios electorales y nos aterra pensar en las opciones de voto que se nos venden como útiles y en las repercusiones que estos partidos puedan depararnos para los próximos años.
Si revisamos la historia reciente de España, vemos que en 1975 la deuda pública representaba sólo el 12,8 % del PIB, frente al actual 130%. o que el índice de desempleo era del 4% de la población activa frente al maquillado 13% actual, una situación que no se ha vuelto a repetir ni en los mejores momentos económicos del país. Es decir, desde que nos falta ese Caudillo cuya tumba se puede profanar y cuyo nombre apenas se puede mencionar, España, que era la octava potencia económica del mundo, hoy ha caído precisamente al puesto decimocuarto 14º, según datos del año 2020. Y por doquier vemos mendigos, colas del hambre, gente sin techo, personas y familias en situación o alto riesgo de exclusión social, sumidos en la pobreza energética, un empobrecimiento de la educación, los transportes, la sanidad… todo fruto de la inestabilidad que origina un empleo precario y unos salarios aún más precarios, cuando se tiene la suerte de tener un salario y no depender de un subsidio.
Considerando que un buen gobierno orientado al Bien Común y no a intereses particulares es esencial para una sociedad  fuerte y vibrante, creemos que nuestro sector público, a través del trabajo de nuestros cargos electos, nuestros funcionarios y empresas públicas, la dedicación de la iniciativa privada (verdadero motor de la riqueza de una nación, de unos impuestos proporcionales y nunca confiscatorios  y el compromiso de todos los ciudadanos, puede y debe reflejar nuestros valores católicos. Expuestos  ampliamente compartida y las administraciones la herramienta colectiva para abordar los desafíos y crear las oportunidades.
Estructuras como nuestras escuelas y colegios, nuestro sistema legal, transporte y carreteras, agencias de salud y seguridad, programas sociales y aplicación de la ley, son parte de la maquinaria que produce la calidad de nuestra nación. vida. Cuando nuestro gobierno no funciona bien, depende de todos nosotros asegurarnos de que permanezca enfocado en su misión y propósito fundamental: el Bien Común.  En ello tenemos que afanarnos en nuestro ejercicio del derecho al voto este domingo 28 de mayo, con toda la tolerancia que nuestra conciencia permita.
Pero sin olvidar que tolerancia viene del latín `tolerare´ {soportar, sufrir, sostener, llevar] y es un término cuyo significado puede variar bastante según el contexto en que se emplee. Su uso más común se refiere a una disposición de indulgencia y comprensión hacia el modo de pensar o actuar de los demás, aunque sea diferente al nuestro. En este sentido, de respeto a la legítima diversidad, la tolerancia tiene su fundamento en el reconocimiento de las libertades y los derechos fundamentales de la persona, que a su vez se remite a la dignidad humana.

En su sentido más específico, la tolerancia hace referencia a permitir algún mal, cuando existen razones proporcionadas. Y esto se debe a que hay acciones ilícitas que deben ser prohibidas y castigadas, y otras que sin embargo es preferible tolerarlas. En algunas circunstancias puede ser moralmente lícito permitir un mal –pudiendo impedirlo–, en atención a un bien superior, o para evitar males mayores. Es más, a veces, puede incluso ser reprobable impedir un mal, si con ello se producen directa e inevitablemente desórdenes más graves. Ya Tomás de Aquino, por ejemplo, señaló que es propio del sabio legislador permitir transgresiones menores para evitar las mayores. Los que gobiernan, toleran razonablemente algunos males para que no sean impedidos otros bienes importantes, o para evitar males mayores.

Como puede verse, la tolerancia –en este sentido suyo más específico– se remite directamente al problema moral del mal menor pero sin ignorar que tanto el mal mayor como el mal menor no dejan de ser males y, por consiguiente, están en la esfera de influencia del Demonio y lejos del deseable y exigible Bien Común. Parece por tanto que el fundamento último de la tolerancia, y lo que justifica permitir el mal menor cuando podría impedirse, es el deber universal y primario de obrar el bien y evitar el mal.
En otras ocasiones, hasta el pontificado de Francisco, quien, desde su silencio cobarde, parece pretender un imposible quedar bien con todos sin ofender a nadie, la Conferencia Episcopal Española, acostumbraba a elaborar unos sutilísimos y sibilinos documentos llenos de ambigüedad donde se apelaba a la conciencia de los católicos a la hora de ejercer su derecho, nunca obligación, al voto. Este mes de mayo ni siquiera tenemos eso. Por ello me voy a retrotraer 21 años y lo que exponía el entonces cardenal Josef Ratzinger, en la NOTA DOCTRINAL sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, de 24 de noviembre de 2002: “la conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral. Ya que las verdades de fe constituyen una unidad inseparable, no es lógico el aislamiento de uno solo de sus contenidos en detrimento de la totalidad de la doctrina católica. El compromiso político a favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad. Ni tampoco el católico puede delegar en otros el compromiso cristiano que proviene del evangelio de Jesucristo, para que la verdad sobre el hombre y el mundo pueda ser anunciada y realizada. Cuando la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad. Ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, en efecto, los creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la persona. Este es el caso de las leyes civiles en materia de aborto y eutanasia (que no hay que confundir con la renuncia al ensañamiento terapéutico, que es moralmente legítima), que deben tutelar el derecho primario a la vida desde de su concepción hasta su término natural. Del mismo modo, hay que insistir en el deber de respetar y proteger los derechos del embrión humano. Análogamente, debe ser salvaguardada la tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas sobre el divorcio. A la familia no pueden ser jurídicamente equiparadas otras formas de convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuánto tales, reconocimiento legal. Así también, la libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo modo, se debe pensar en la tutela social de los menores y en la liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud (piénsese, por ejemplo, en la droga y la explotación de la prostitución). No puede quedar fuera de este elenco el derecho a la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad, según el cual deben ser reconocidos, respetados y promovidos «los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio». Finalmente, cómo no contemplar entre los citados ejemplos el gran tema de la paz. Una visión irenista e ideológica tiende a veces a secularizar el valor de la paz mientras, en otros casos, se cede a un juicio ético sumario, olvidando la complejidad de las razones en cuestión. La paz es siempre «obra de la justicia y efecto de la caridad»; exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo, y requiere un compromiso constante y vigilante por parte de los que tienen la responsabilidad política. Ante estas problemáticas, si bien es lícito pensar en la utilización de una pluralidad de metodologías que reflejen sensibilidades y culturas diferentes, ningún fiel puede, sin embargo, apelar al principio del pluralismo y autonomía de los laicos en política, para favorecer soluciones que comprometan o menoscaben la salvaguardia de las exigencias éticas fundamentales para el bien común de la sociedad. No se trata en sí de “valores confesionales”, pues tales exigencias éticas están radicadas en el ser humano y pertenecen a la ley moral natural. Éstas no exigen de suyo en quien las defiende una profesión de fe cristiana, si bien la doctrina de la Iglesia las confirma y tutela siempre y en todas partes, como servicio desinteresado a la verdad sobre el hombre y el bien común de la sociedad civil. Por lo demás, no se puede negar que la política debe hacer también referencia a principios dotados de valor absoluto, precisamente porque están al servicio de la dignidad de la persona y del verdadero progreso humano”.
Hace mucho tiempo que el enfrentamiento Derecha Vs. Izquierda está dialécticamente superado, porque se ha visto que ”en el fondo, la derecha es la aspiración a mantener una organización económica, aunque sea injusta, y la izquierda es, en el fondo, el deseo de subvertir una organización económica, aunque al subvertirla se arrastren muchas cosas buenas."

Sin embargo, esta semana, los cristianos súbditos, por imperativo legal y decisión de los cristianos gobernantes, debemos, con fe o sin ella, comparecer ante las urnas para expresar nuestra mejor opción posible de futuro. Y esto deberíamos hacerlo en conciencia y no según los interesadamente establecidos criterios del “voto útil”. A fin de cuentas “Qui bono?” [¿Quién se beneficia?”] es la pregunta que ya hace 21 siglos se hacía Cicerón para buscar al culpable. Parece ser que, en nuestra sociedad, el votar útil es dar el voto a aquel grupo que, según los señores que mangonean, tiene más posibilidades de salir elegido según las componendas de nuestra infame ley electoral.
Por eso quiero recordar que, por nuestra conciencia y nuestra salud mental, no podemos ir a votar, como suele autojustificarse quien no vota en conciencia sino “tapándonse la nariz”. Quizá sea este el momento de recordar a nuestro anterior Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela, el difunto cardenal Fernando Sebastián (R.I.P.) cuando en el  documento Situación actual de la Iglesia, algunas orientaciones prácticas, que presentó en León en 2007, instaba a los católicos a votar a fuerzas políticas "que quieren ser fieles a la doctrina social de la Iglesia en su totalidad", como la Comunicación Tradicionalista Católica, Alternativa Española, Tercio Católico de Acción Política o Falange Española de las JONS, añadiendo qye “estos son partidos poco tenidos en consideración, pero que bien pueden justificar un voto", pues aunque estos partidos de derechas no pueden ser tenidos en cuenta por los católicos "como obligatorios", sí son "dignos de consideración y de apoyo"., aunque estos partidos de derechas no pueden ser tenidos en cuenta por los católicos "como obligatorios", sí son "dignos de consideración y de apoyo".
Además, reconoce la legitimidad del voto de sus fieles a los partidos laicos, siempre y cuando dichas fuerzas políticas rezonozcan "la ley moral natural como normal para el tratamiento de los temas políticos". El entonces Arzobispo Sebastián describía la ideología del Gobierno socialista como un laicismo "romántico y radical" con el antifranquismo "erigido como ideología".
El cardenal Fernando Sebastián criticaba a quienes piden a la Iglesia que acepte las directrices que marcan las formaciones políticas. "El buen cristiano pone siempre la comunión eclesial por encima de las exigencias de un partido político cualquiera", al tiempo tuvo la velentía de declarar que, por este motivo veía lógica la imposibilidad de que los católicos practicantes apoyen a cualquier grupo que propugne "elementos claramente inmorales" como la legitimación del aborto, la eutanasia, o la disolución del matrimonio.
Hoy se habla muy a la ligera y se cuestiona si la Iglesia debe o no, como se diría vulgarmente, “meterse en política”: es decir, si ante las distintas situaciones y los diversos problemas de la sociedad, la Iglesia, como tal, debe o no dar su opinión y, llegado el caso, su magisterio.
La respuesta a esta duda sólo puede ser afirmativa. La Iglesia, definida por Juan XXIII como “madre y maestra” (Mater et Magistra, 15 de mayo de 1961) puede y debe dar su opinión y magisterio, porque, con ello cumple su obligación maternal de orientar, formar, apacentar y defender a los fieles católicos, que, en tanto hombres, son animales políticos, sujetos y objeto de derechos y miembros plenos de la sociedad. Otra cosa muy distinta es que, en el actual contexto de secularización, laicismo, crisis de valores o relativismo que azota el mundo, la referencia de una Verdad objetiva y Autoridad trascendente puedan incomodar a los partidarios de lo políticamente correcto, a los cazadores oportunistas del voto, aunque para ello se deba anteponer la sociología y subordinar a los intereses de grupo la razón y ley naturales.
Jesús instituyó su única Iglesia Católica para continuar la redención y reconciliación de los hombres hasta el fin del mundo. Dio a sus Apóstoles sus poderes divinos para predicar el Evangelio, santificar a los hombres y gobernarlos en orden a la salvación eterna; y todos los hombres estamos llamados a ser el Pueblo de Dios guiado por el sucesor de San Pedro y Vicario de Cristo en la tierra. Hoy, igual que hace dos mil años, la misión de la Iglesia es la misma de llevar a cabo el plan de salvación de Dios sobre los hombres. Y para cumplir esta misión, Jesús ha dado a la Iglesia los poderes de enseñar su doctrina a todas las gentes, santificarlas con su gracia y guiarlas con autoridad, aunque ello implique hacer realidad las palabras del Evangelio de San Mateo: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él”.
Desde un punto de vista más académico, como la Iglesia es también “Maestra”, desde el estudio de la teología como ciencia, puede afirmarse que ésta, la teología, no es distinta de otras ciencias y disciplinas, y puede, como ellas, definirse por sus objetos formales y materiales.
Entendido por objeto material de toda ciencia aquello que esa ciencia estudia, la Teología estudia a Dios en el misterio de su vida íntima y de su designio de salvación; y estudia, igualmente, las criaturas, entre ellas el hombre, consideradas en su relación con Dios, como efectos de Dios, como imágenes de Dios llamadas a compartir su vida íntima, o a entrar en el movimiento de renovación cósmica inaugurado por la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
Asimismo, entendiendo como objeto formal terminativo aquel atributo del objeto material que una ciencia estudia, y como objeto formal motivo aquello que faculta a una ciencia para estudiar su objeto formal terminativo, puede afirmarse que el objeto formal de la teología es el medio por el que Dios se vuelve accesible a su estudio (la revelación que nos da sobre sí mismo) es decir, la razón iluminada por la fe, con una luz que resulta de la empresa de la razón y de una acción sobrenatural de Dios, que hace naturalizar al hombre con el mundo.
Estos argumentos prueban que la Iglesia, como madre y como maestra, apta tanto para orientar, formar y defender a los hombres, como para esta empresa de naturalizar al hombre con el mundo, tiene la obligación y el derecho, dada la naturaleza social del ser humano, de definir y establecer criterios políticos de actuación, que los católicos debemos hacer prevalecer en la vida pública. Algunos ejemplos del último siglo y medio que abalan esta misión de la Iglesia pueden ser Rerum novarum (1891), Quas primas (1925), Acerba Animi (1932), Firmissimam constantiam (1937), .Mit brennender Sorge (1937), Divini Redemptoris (1937), Mater el magistra (1961), Pacem in terris (1963), Dignitatis humanae (1966), Populorum progressio (1967) Octogessima adveniens (1971), Laborem excersens (1981), Sollicitudo rei socialis (1987), Centesimus annus (1991), Deus caritas est (1995), Caritas in veritate (2009), Evangelii gaudium  (2013) que, sin ser íntegramente un texto social es un texto propiamente social, sí que examina algunos desafíos del mundo actual  e introduce la expresión “cultura del descarte”, al expresar que se considera al ser humano como un bien de consumo más que se puede usar y luego tirar, o Lautao Si (2015)  la primera encíclica que examina en profundidad el problema medioambiental desde la perspectiva de la fe cristiana donde diversos pontífices van estableciendo el magisterio social y político.

Pero, ya antes de León XIII, la Iglesia por la Revelación, el Magisterio y los doctores había establecido la dicotomía entre entre el cristiano gobernante y el cristiano súbdito, en virtud de la cual, mientras el cristiano súbdito tiene el deber de perdonar y amar, el cristiano gobernante tiene el deber, velando por el Bien Común, de defenderle, castigarle y aplicarle en su caso la pena necesaria. Porque el perdón o el poner la otra mejilla, que en el cristiano súbdito es virtud, en el cristiano gobernante puede constituir una inhibición que atente contra la virtud cardinal de la justicia y, cuando se abofetea el bien común de la sociedad con graves delitos, puede constituir, igualmente, una violación de sus deberes, no sólo para con la sociedad, sino también para con Dios, quien le ha concedido la autoridad (Jn, XIX, 11) y le ha hecho su ministro para que asuma no la ascética de la mejilla, sino la ascética de la espada, como expresa San Pablo en su carta a los Romanos (XIII, 3 – 5): “Porque los magistrados no son de temer para los que obran bien, sino para los que obran mal. ¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien y tendrás su aprobación, porque es ministro de Dios para el bien. Pero si haces mal, teme, que no en vano lleva la espada. Es ministro de Dios, vengador para castigo del que obra mal. Es preciso someterse no sólo por temor del castigo, sino por conciencia”.
Así se delimitan y legitiman los deberes y derechos de los ciudadanos y del Estado frente a sus agresores. Recordemos al llamado Papa Bueno, Juan XXIII y las palabras iniciales de su encíclica Mater et magistra: “Madre y Maestra de pueblos, la Iglesia católica fue fundada como tal por Jesucristo para que, en el transcurso de los siglos, encontraran su salvación, con la plenitud de una vida más excelente, todos cuantos habían de entrar en el seno de aquélla y recibir su abrazo. A esta Iglesia, columna y fundamente de la verdad (1Tim 3,15), confió su divino fundador una doble misión, la de engendrar hijos para sí, y la de educarlos y dirigirlos, velando con maternal solicitud por la vida de los individuos y de los pueblos, cuya superior dignidad miró siempre la Iglesia con el máximo respeto y defendió con la mayor vigilancia”. Que nadie se escandalice ante esta perspectiva, ni se ignore la Doctrina. Y sirva como ejemplo el que San Francisco de Sales, en la “Introducción a la vida devota” hable de las diversas formas en que debe ejercerse la devoción según los estados de las personas. Y esta enseñanza del santo obispo y doctor de la Iglesia, cabe aplicarla a los derechos y deberes que incumben al cristiano según el lugar que ocupe en la comunidad política.
Es probable que, al leer esta opinión, más de una mente superficial o sensiblera se pregunte cómo se habla de la Iglesia y de Dios sin hablar de perdón o de caridad. A quien esto pudiera preguntarse, hay que recordarle que, siendo en Derecho comúnmente aceptado que la Justicia es, en palabras Justiniano, el firme y constante deseo de dar a cada uno lo que le es debido. Pero también, y esto es palabra de Dios, la paz es obra de la justicia. A nosotros nos puede resultar extraño que el mismo Dios sea infinitamente misericordioso al tiempo que infinitamente justo.
Sin embargo, la paz y la justicia están íntima y, a veces, inextricablemente vinculadas por una relación que se rige por la ley de causa y efecto. Para lograr la paz es necesario practicar la justicia, sin la cual no se podría lograr la primera. Obra de ese Dios, también omnisciente al tiempo que omnipotente, son el cielo y el infierno que no crearía sin razón. No hay que confundir el sentido y contenido de la paz. No vaya a ser que se crea que hay paz donde realmente no la hay. Puede hablarse de paz, ocultando una situación de injusticia o encubriendo propósitos personalistas que no tienen nada que ver con el amor al prójimo. Los falsos profetas y falsos sacerdotes pueden hablar de la existencia de la paz, ocultando una situación de opresión. Tengamos el próximo domingo 28 muy presentes a la hora de ir a votar las palabras del ecléctico francés Víctor Cousin: “La justicia es el freno de la humanidad, y la caridad su aguijón. Quitada la una o la otra, el hombre se detiene o se precipita. Guiado por la caridad y apoyado por la justicia, camina en pos de su destino con paso ordenado y perseverante”.

 

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