Principal

Diario YA


 

“Los más rezan con los mismos labios que usan para mentir”. José Ingenieros

Mentira mala, mentira buena. Un tema para pensar

Miguel Massanet Bosch.

En una de estas encuestas que tanto cunden en la actualidad, unos entrevistadores preguntan a los católicos de la América Latina ¿Cuál mandamiento de la Ley de Dios le parece más difícil de cumplir? Uno se queda pasmado de los resultados y no puede evitar una sonrisa sarcástica al comprobar lo poco consecuentes que solemos ser cuando se trata de reconocer nuestras carencias, de admitir que no somos tan buenos como nos creemos o en presentarnos a nosotros mismos con cualidades, virtudes o méritos de los que, mayoritariamente, carecemos.
Por ejemplo, el mandamiento que resulta más difícil de cumplir, entre los entrevistados consultados, es el 9º: “ No consentirás pensamientos ni deseos impuros”. Según la indicada encuesta el nivel de dificultad sólo es de un 40%. Sin querer prejuzgar lo que sucede en la conciencia de cada cual, me parece que se trata de una cantidad ridícula, un engaño para sí mismos y una evidente falta de reconocimiento de la gran dificultad que para un 90% de los católicos representa no caer en alguna de las tentaciones inherentes a este mandamiento. Por otra parte, respecto a lo que intento abordar en este comentario, en lo referente al mandamiento 8º: “No darás falso testimonio ni mentirás”, da la impresión de que este vicio o como queramos llamarlo, no es considerado como algo que cueste mucho evitar. Sólo un 12% admitió que le costaba evitar caer en él.
Debo confesarles que, para mí personalmente, el mentir, es uno de los mandamientos polisémicos en cuanto a sus efectos morales y, en cierto sentido, ambiguo. Es cierto que, por sus consecuencias sociales, por su malicia intrínseca, por sus efectos nefastos en la vida de las personas, por lo que atañe al buen nombre del perjudicado y por lo que puede redundar en la sociedad, el mentir, emitir falsos testimonios, desacreditar públicamente o achacar la comisión de cualquier tipo de delito o acción innoble que pueda causar detrimento en la honra de las personas, sin que sea cierto, es una de las peores lacras que pueda tener una persona. Sin embargo, desde otro punto de vista, desde una óptica diametralmente contraria, no cabe duda que cada día y en multitud de ocasiones, las personas mentimos. Me refiero, naturalmente, a que decimos cosas que sabemos positivamente que no concuerdan con la realidad. No, habitualmente, en cuestiones graves o de gran trascendencia, aunque hay ocasiones en que también la mentira, no con animus injuriando por supuesto, sino precisamente para todo lo contrario, actúa como bálsamo, placebo, consuelo y remedio que puede, en ocasiones, evitar que alguna persona cometa actos irremediables, motivados por situaciones de gran sufrimiento o estrés.
Se puede mentir por acción o por omisión. Si vemos a un amigo que sabemos que ha padecido una grave enfermedad, pese a que su aspecto físico pueda ser lastimoso, solemos pretender animarlo con frases como “Oye, te veo mejorado, se ve que el tratamiento es el adecuado”. Mentimos como bellacos, pero es posible que hayamos contribuido a mejorar el estado de ánimo de aquella persona. En un caso parecido, el de alguien que haya contraído una cojera como consecuencia de un accidente, seguramente ignorar que nos hemos apercibido del defecto puede ser algo que anime a aquella persona que, naturalmente prefiere que su defecto no sea aparente.
Hay casos en los que no es tan fácil tomar la decisión de dar una mala noticia a alguien de nuestro entorno familiar. Supongamos que hay que decidir si se informa a un pariente de que padece un cáncer. Ya no nos referimos a que sea un cáncer de fácil remedio operando, en cuyo caso es evidente que debe ser informado el paciente. Pero hablemos de un cáncer, con metástasis, de pronóstico severo, en cuyo caso las posibilidades de que sea superado son escasas o nulas, ¿Hay que decírselo a la persona afectada? Aquí ya entramos en un terreno en el que resulta más difícil tomar una decisión adecuada. Y es que entran en cuestión una serie de aspectos que pueden influir, de una forma nefasta, en el afectado. Por una parte, dependiendo del carácter de la víctima, el que tenga conocimiento de que padece una enfermedad incurable en la que su existencia corre peligro, puede inducir a aquella persona a caer en un estado de desesperación capaz de amargarle, aún más que la propia enfermedad, el resto de la vida que le quede.
Puede darse el caso de que, al contrario, la persona afectada por la enfermedad, tenga la fortaleza suficiente, la serenidad precisa y el espíritu y solvencia morales adecuados para que se le pueda comunicar la noticia que, aunque efectivamente le pueda causar un trauma, sin embargo, le ayude a preparase para enfrentarse dignamente al momento fatal, le permita poner en orden los documentos post mortem donde queden expresados sus últimas voluntades, y preparase para el fin, con entereza.
Un tema sobre el que vale la pena pensar y sobre el que es difícil sacar una conclusión objetiva válida para todos los casos. Sin embargo, resulta poco probable que, viviendo en la sociedad en la que estamos integrados,  participando de las costumbres que hemos venido heredando de nuestros ancestros,  asumiendo que el ser siempre sincero, absolutamente espontáneo, de modo que digamos siempre lo que estamos pensando, sin que acudamos a las abstracciones mentales y filtros sociales precisos para evitar un enfrentamiento constante con nuestros conciudadanos, nuestra vida se convertiría en un continuo desafío y una batalla con cualquiera con el que tuviéramos que tratar.
Abjuremos de la mentira dañina, de la malicia diabólica de dañar con falsedades a personas que no se lo merezcan y, consecuentemente, evitemos el colaborar con Luzbel en su cotidiana labor de hacer proselitismo entre los humanos; pero dejemos que estas pequeñas mentiras, estos placebos con los que nos desenvolvemos en nuestras relaciones sociales, sigan siendo pecadillos sin importancia que, a la vez, contribuyan a alegrar la existencia de aquellos que, por las causas que fueren, la tienen complicada.
O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, hemos querido considerar hoy, fuera de nuestra habitual exposición de la política nacional,  este 8º mandamiento que Moisés se trajo las Tablas de la Ley desde el monte Sinaí, después de que la rabieta que cogió hizo que las arrojase al suelo, rompiéndolas, cuando se encontró con que los suyos adoraban un becerro de oro, alejándose de la ortodoxia judía que le había ordenado a su hermano Aharon, que conservara viva.
Don Jacinto Benevente, insigne dramaturgo, nos obsequió con la siguiente frase: “No está mal una mala mentira, cuando defendemos con ella una buena verdad.”